La semana pasada recibí un mail de intercambio, en principio no le hice mucho caso, porque paso de ver presentaciones interminables en Power Point para que al final me hagan chantaje emocional o maldigan mi suerte si no reenvío dicho mensaje a mil contactos míos en menos de 1 minuto. Me niego.
Sin embargo, éste era otra cosa. Se trataba de un intercambio entre artesanos. Mandas 1 correo, y algo hecho por ti a la primera persona de esa lista, añades tu dirección y, con suerte, recibes algo de otro artesano.
Una vez, participé en una colcha solidaria. Cada participante hizo una pieza que al final, se tejieron todas juntas y se sorteó con fines benéficos.
Bueno, a lo que iba.
Me gustó la idea y decidí participar. Mandé mi correo y preparé el regalo. Escogí un broche de La Señora Yamamoto (yo como siempre intentando hacer imagen de marca!), porque sé que gusta mucho y es lo más personal.
Preparé un pequeño sobre negro con el típico "espero que te guste" (sí, ya sé que estoy muy original) y unos lazos rojos.
Y me fui a correos a mandar mi carta a una oficina de correos. La verdad es que hacía siglos que no mandaba una carta manuscrita. Y me gustó. Recordé cuando escribía y recibía cartas. Ese tiempo empleado en otra persona y que otra persona empleaba en ti. Y ese instante mágico, tan bonito, de abrir el buzo y encontrarte algún sobre especial o alguna postal de algún viaje.
Siempre me ha gustado recibir correspondencia (menos del banco y de hacienda, claro. Ah! y las multas de tráfico tampoco, creo que estas tres deberían ser enviadas por otros medios para no manchar ese bonito instante de recibir una carta).
En fin, los mails que mandé, llegarían al instante, con la rapidez y la inmediatez que el modo de vida actual reclama.
La carta, tardará un poco más. Pero seguro que cuando la reciba su destinataria vivirá ese instante mágico al que me he referido.
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